Por Rafael Rosell Aiquel, rector de la Universidad del Alba
Los programas presidenciales en Chile vuelven a demostrar una
preocupante miopía: la educación se menciona como un derecho o como un
instrumento de movilidad social, pero no como un sistema que requiere una
transformación estructural y sostenida desde su base. Las candidaturas más
visibles —Jeannette Jara, Evelyn Matthei, José Antonio Kast, Franco Parisi y
Harold Mayne-Nicholls— repiten fórmulas conocidas: gratuidad, disciplina,
infraestructura, innovación o inteligencia artificial. Pero ninguna aborda el
verdadero núcleo del problema chileno: la calidad de la educación pública y la
profunda desigualdad que se gesta desde la cuna.
Mientras Jara insiste en extender la gratuidad universitaria —una bandera
de justicia aparente, pero de impacto limitado—, la brecha de aprendizaje en los
colegios municipales continúa creciendo. Las cifras muestran que los niños que
asisten a establecimientos públicos ingresan a la educación superior con años de
desventaja respecto de sus pares particulares. Hablar de gratuidad sin reparar la
base es, en el mejor de los casos, una ilusión populista; en el peor, una política
regresiva que perpetúa la segregación que dice combatir.
Matthei, por su parte, centra su discurso en la formación técnico-
profesional, en la autonomía de los directores y en la convivencia escolar. Es un
diagnóstico parcial. El problema no está solo en la disciplina ni en la burocracia,
sino en la falta de docentes bien formados, apoyados y vocacionalmente
sostenidos en las aulas más vulnerables. Ninguna propuesta toca la estructura de
incentivos que hoy empuja a los mejores profesores hacia colegios privados,
dejando al sistema público con menos recursos humanos y menos
reconocimiento.
Kast, con su plan “Patines para Chile”, promete recuperar el mérito y la
libertad de enseñanza. Sin embargo, su visión anclada en el orden y la selección
olvida que la desigualdad de origen impide que el mérito sea una condición
equitativa. Sin nivelar las condiciones de partida, el mérito solo refuerza la
exclusión. La creación de liceos de excelencia no sustituye el deber de elevar el
estándar de todas las escuelas públicas.
Parisi y Mayne-Nicholls incorporan la inteligencia artificial como una
herramienta pedagógica, lo que podría ser una señal de modernización si no fuera
porque el sistema chileno aún carece de las condiciones mínimas de conectividad,
infraestructura y formación docente para usarla con sentido pedagógico. Antes de
hablar de algoritmos, deberíamos asegurar aulas sin goteras, materiales
actualizados y profesores con acompañamiento permanente.
Chile necesita una revolución silenciosa pero profunda en sus aulas
públicas: atraer y retener profesores con verdadera vocación, dotar a los SLEP de
recursos y liderazgo pedagógico, reducir la fragmentación institucional, y priorizar
la educación inicial como la gran política de equidad de largo plazo. Sin esto,
hablar de gratuidad o de IA es construir castillos en el aire.
La calidad educativa no se decreta ni se informatiza: se construye en la sala
de clases, día a día, con un Estado que asuma su rol de guía y no un mero
administrador de subsidios. Ninguno de los programas presidenciales actuales
enfrenta con valentía esta tarea. Todos miran hacia arriba, cuando el verdadero
futuro del país se juega —silenciosa, desigual y persistentemente— abajo, en la
escuela pública.
Fuente: wecomunicaciones.