Halloween se ha instalado con fuerza en nuestro país. Cada 31 de octubre, las calles se llenan de disfraces, risas y bolsas repletas de dulces. Pero esta celebración, que para muchos niños es sinónimo de diversión, también se ha convertido en un desafío para las familias y para quienes trabajamos en salud y educación. El consumo excesivo de golosinas en una sola noche puede parecer inofensivo, pero sus consecuencias no lo son.
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), los azúcares libres no deberían superar el 10 % de las calorías diarias, y lo ideal es mantenerse bajo el 5 %. En la práctica, bastan ocho a diez dulces pequeños para sobrepasar esa cantidad. El exceso de azúcar aumenta el riesgo de caries, sobrepeso, resistencia a la insulina y alteraciones del apetito, además de contribuir a un patrón alimentario desequilibrado.
Las consecuencias van más allá de lo físico: el consumo desmedido de azúcares en edades tempranas refuerza la preferencia por sabores intensamente dulces, lo que dificulta la aceptación de alimentos naturales como frutas o verduras. Por eso, abordar esta festividad desde una perspectiva educativa es fundamental. El foco debe estar en la moderación, la selección inteligente de alimentos y la supervisión familiar. Más que prohibir, se trata de enseñar a disfrutar conscientemente, fortaleciendo hábitos que se mantengan durante todo el año.
Halloween no tiene por qué ser un enemigo de la salud. Al contrario, puede transformarse en una oportunidad para conversar sobre alimentación, autocuidado y responsabilidad compartida. La educación nutricional no consiste en restringir, sino en enseñar a disfrutar con equilibrio.
Katherine Pizarro Corbalán
Directora Carrera Nutrición y Dietética
Universidad Santo Tomás Talca
Fuente: Simplicity.